Celebramos el Tercer Domingo de Adviento que la Tradición de la Iglesia consiente en llamar el Domingo de la Alegría (Domenica Gaudete). La expresión brota del énfasis de las tres lecturas que nos acompañan el día de hoy.
LA PALABRA DE DIOS FUENTE DE NUESTRA ALEGRÍA
So 3,14-18a: El Señor se alegra con júbilo en ti.; Sal: Is 12,2-3.4bed.5-6: Gritad jubilosos: «Qué grande es en medio de ti el Santo de Israel.»; Flp 4,4-7: El Señor está cerca; Lc 3,10-18: ¿Qué hemos de hacer?
Israel celebra que le haya sido devuelta la libertad porque Dios ha expulsado a sus enemigos. Es decir, toda vez que Dios ayuda a Israel para que rechace las diferentes formas de dependencia y de falsedad religiosa, obra renovadas formas de liberación, de autenticidad religiosa en su Pueblo. Un Pueblo liberado de la idolatría se reorienta hacia Dios con sinceridad de corazón, entonces Dios puede habitar en medio de su Pueblo y ser comunión con cada uno de sus miembros. Se dirá con el salmista “Qué grande es en medio de ti el Santo de Israel”.
Para San Pablo queda muy claro que la razón de la alegría de la comunidad cristiana, de la Iglesia de todos los tiempos, es la cercanía de Jesucristo Resucitado. Esa certeza nos anima a vivir con mesura, es decir, con el sentido de la medida en el goce y disfrute de toda cosa, relación y expectativa que nos toca enfrentar y decidir.
El testimonio de Juan el Bautista enlaza todo esfuerzo ascético y moral por hacer el bien y evitar el mal con la inminente acogida de la Persona del Señor Jesús que abre la recta moralidad a la filiación divina y al discipulado.
El 24 de abril del 2005, el Papa Benedicto XVI al inicio de su Pontificado afirmó con vehemencia como la amistad con Cristo no puede fuente de tristeza sino de profunda y duradera alegría: “¡No tengáis miedo de Cristo! Él no quita nada, y lo da todo. Quien se da a él, recibe el ciento por uno. Sí, abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo, y encontraréis la verdadera vida”.
LA VIDA VIRTUOSA SOSTIENE UNA AUTÉNTICA ESPIRITUALIDAD
Estas actitudes preparan un ánimo bien dispuesto para reconocer y acoger a Jesús y la Buena Nueva de la filiación divina y del destino eterno de nuestras vidas ancladas en el verdadero amor a Dios y al prójimo.
Hoy andamos en búsqueda de variadas formas de espiritualidad que nos resulten sugestivas al sentimiento; que nos gratifiquen del stress y de la ansiedad con que vivimos la semana. Nos halaga cierto ocultismo y visión esotérica de la vida que si vemos bien, nos suelen dejar tan o más ignorantes que al principio respecto a la realidad de la vida, del mundo, de nosotros mismos y del sentido trascendente que conlleva la existencia.
Se prefiere una espiritualidad que no tenga relación con la moralidad. Ésta es relegada a un ámbito privado y subjetivo. Cada quien sea norma para sí mismo y evite el mal al otro. Y sin embargo, los males personales y sociales no han disminuido en el escenario local, nacional o internacional. Más bien se han incrementado.
Pareciera que un tal moralidad centrada en la sola perspectiva individualista y sentimentalista de las personas no es suficiente para dar razón de nuestra identidad humana y de nuestro destino solidario con todo hombre y mujer de este mundo.
Juan el Bautista fue claro: no puede haber una auténtica espiritualidad –una auténtica relación de amor con Dios– sin una consciente tensión moral de conocer y hacer el bien posible a cada uno: “El que tenga dos túnicas, que se las reparta con el que no tiene; y el que tenga comida, haga lo mismo”. La espiritualidad no es una capa que se pone encima de la oscuridad o de la hediondez de los propios deseos y actitudes deshonestos. Lo entendió Herodes quien convivía en adulterio con su cuñada, y ya se abría paso en su corazón la cincelante palabra del Bautista que lo llamaba a reflexión y a conversión: “No te es lícito tener a la mujer de tu hermano”, hasta que la malicia de Herodías condujo a la muerte al Bautista dispuso a Herodes al compromiso con la injusticia y la inmoralidad.
El Cristianismo resulta impopular no porque no tenga sentido, sino porque es moralmente exigente.
ENEMIGOS DE UNA SANA ESPIRITUALIDAD
La Tradición cristiana ha sabido reconocer como adversarios y enemigos de una sana espiritualidad a tres realidades:
1) El mundo, entendido como el conjunto de parámetros y enfoques de la vida que exaltan el egoísmo como la perspectiva exclusiva y excluyente de todo enfoque de la vida;
2) La carne, en cuanto la disposición herida de nuestra naturaleza corpóreo-espiritual proclive a la confusión en su determinación ante la verdad y el bien. Esa ambigüedad que se traduce en el error o en la debilidad para resistir el aparente atractivo de los sentidos. Se suele comprender en la palabra concupiscencia, que expresa esa división interior que condiciona nuestra adhesión a Dios.
3) Y finalmente, el demonio, que en decir de San Pedro está dando vueltas en torno a su presa como león rugiente buscando a quien devorar (Cf. Pd. 5, 8). El demonio exacerba, agita la seducción que produce el mundo con sus luminarias de autorrealización excluyente de toda solidaridad, o con su punzante estímulo de nuestra carne y su deseo bramoso de dar rienda suelta a todo placer, vanagloria y orgullo prescindiendo de un recto ordenamiento de los afectos y sentimientos.
Ante esta tríada tentadora respondemos con nuestra adhesión y obediencia a la Trinidad Salvadora que en Jesucristo, Hijo del Padre, se nos muestra como Camino, Verdad y Vía para nuestras vidas. Él nos llama a confiar el éxito de nuestra libertad en el seguimiento y docilidad a su Palabra. En este esfuerzo encontramos al Espíritu Santo que “sopla”, es decir, sugiere a nuestro entendimiento, a nuestro corazón y a nuestra libertad, los caminos nobles de la fidelidad al Amor revelado y del ejercicio de la justicia y de la solidaridad.
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